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Urania, la Musa Celeste
URANIA

SEGUNDA PARTE
GEORGE SPERO

I. VIDA - INVESTIGACIÓN - ESTUDIO


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[Data de Fuente & Traducción]

 

*** La brillante luz de la tarde llenaba la atmósfera con un esplendor dorado. Desde las alturas de Passy el ojo del espectador dominaba la vasta ciudad - ahora más que nunca, un mundo antes que una ciudad. La Exposición Internacional de 1867 había reunido en este imperial París todas las atracciones del siglo. La flor de la civilización exhibía aquí sus colores más vívidos, y, consumida en la intoxicación de su propia fragancia, se marchitaba cuando estaba aún en toda la flor de su febril juventud. Un ostentoso toque de trompetas - lo último de la monarquía - en honor de los soberanos reunidos de Europa, acababa de sonar. La ciencia, el arte y la industria diseminaban alrededor sus últimas creaciones con inagotable prodigalidad. Una especie de delirio parecía haberse adueñado de todos y todo. Los regimientos marchaban por las calles, encabezados por bandas de música; equipajes conducidos rápidamente pasaban por todos lados; millones de seres corrían a y de en medio del polvo de las avenidas, los muelles y los boulevards; pero este mismo polvo, dorado por los rayos del Sol que se ocultaba, parecía como una aureóla coronando la espléndida ciudad. Los altos edificios, las cúpulas, las torres, los campanarios, fueron iluminados por los brillantes rayos del Sol; los acordes de la orquesta podían escucharse desde lejos, mixturados con los confusos murmullos de voces, y los ruidos de la ciudad; y la luminosa noche al término de un glorioso día de verano, producía en el alma un sentido de contento, satisfacción y felicidad. Fue una suerte de epítome simbólico de las manifestaciones de la vida de un gran pueblo llegado al apogeo de su ser y su prosperidad.

*** En las alturas de Passy, donde estamos, en la terraza de un jardín colgante, como en los días de Babilonia, con la perezosa corriente del río en la parte baja, dos personas apoyadas contra una balaustrada de piedra contemplaban la ruidosa escena. Mirando desde arriba la agitada superficie de este mar humano, más felices en su dulce soledad que cualquiera entre la mareada muchedumbre, ellos no pertenecen al mundo vulgar, y moran, alejados de todo este bullicio y confusión, en la límpida atmósfera de su felicidad. Sus mentes piensan, sus corazones aman o, para expresar con más completud el mismo hecho, sus almas viven.

*** La doncella, ahora en la fresca belleza de su décimo-octava primavera, permite a su soñadora mirada vagar a la apótesis del sol poniente, feliz de vivir, más feliz todavía de amar. Ella piensa no en los millones de seres humanos que están, a la carrera, a sus pies; ella mira sin verlo al disco resplandeciente del Sol, hundiéndose detrás de las purpuradas nubes en el Occidente; ella inhala el perfume de las guirnaldas de rosas del jardín, y siente, penetrando su ser, la paz de la felicidad secreta que llena su alma con la inefable armonía del amor. Su cabello dorado rodea su frente como una aureóla y cae en ricas masas sobre su agraciada y esbelta forma; sus ojos azules, ensombrecidos por largas pestañas negras, parecen una reflexión del azul celeste de los cielos; sus brazos y cuello son de una lechosa blancura; sus orejas y mejillas de una tonalidad rosa. En su aire hay algo que recuerda una de esas petites marquises de los pintores del siglo dieciocho, nacidos a las incertidumbres de un destino que no disfrutaron mucho. Ella estaba de pie. Su compañero cuyo brazo había rodeado su cintura cuando permanecía contemplando con ella el panorama de la ciudad, escuchando los acordes de armonía difundidos en el aire por la banda de la guardia imperial, está ahora sentado a su lado. Sus ojos [de él] han olvidado París, y el Sol naciente, para depositarse sobre su agraciada compañera, y sin ser consciente de esto, la mira con admiración, con una extraña y dulce persistencia en su mirada, como si ahora la viera por primera vez, y fuera incapaz de llevar sus ojos desde este encantador perfil sobre el cual ellos se entretienen como una caricia.

*** El joven estudiante permaneció largo tiempo absorto en esta contemplación. ¿Era él, entonces, todavía a los veinticinco años, un estudiante? ¿Pero no es uno siempre un estudiante, y no fue M. Chevreul, nuestro profesor en ese tiempo, sólo unos días antes nombrado, en su centésimo tercer año, el Decano de los estudiantes de Francia?

*** George Spero había terminado pronto sus estudios en el Lyceum, estudios que nada enseñaban a menos que sea cómo estudiar, y había seguido investigando con infatigable ardor los grandes problemas de las ciencias naturales. La Astronomía, sobre todo, había despertado su entusiasmo desde el principio, y yo le había conocido por primera vez, en efecto, en el Observatorio de París (como el lector puede recordar haber leído en la anterior narración), al cual él entró a la edad de diecisiete años, y donde se había hecho notar por una excentricidad suficientemente rara -la de no tener ambición ni buscar ser promovido. A los dieciséis como a los veinticinco, él se había creído en la víspera de su muerte, reflexionando, quizás, que la vida es, en cualquier caso, corta, y que nada es digno de esfuerzo sino la Ciencia, ninguna felicidad vale la pena tener sino la de estudiar y adquirir conocimiento. Él era bastante reservado en sus modales, aunque en el fondo tenía una naturaleza feliz, infantil. Su boca, que era pequeña y agraciada, parecía sonreír, si uno dejaba sus ojos descansar en las esquinas de los labios; de otro modo parecía pensativo, más bien, y hecho para el silencio. Sus ojos, cuyo indeciso color, parecía el azul-verdusco del mar donde éste toca el horizonte, y cambiantes de acuerdo a la luz y a cada emoción pasajera, tenían ordinariamente una expresión de gran dulzura, aunque en ocasiones ellos podían destellar como el relámpago o brillar con el frío lustre del acero. Su mirada era penetrante - a veces insondable, extraña incluso, y enigmática. Su oreja era pequeña y agraciadamente curvada, el lóbulo bien definido y ligeramente rizado, que los fisonomistas consideran la marca de un intelecto sutil. Su frente era amplia, aunque su cabeza era en realidad más pequeña que grande, siendo su aparente tamaño incrementado por una profusión de cabello soleado. Su barba era fina; de color castaño, como su cabello, y rizada. De mediana altura, su porte tenía un aire de natural distinción; y su vestido era siempre elegante, sin pretensión o afectación.

*** Ni mis amigos ni yo, alguna vez, habíamos tenido cierta intimidad con él. Los días feriados y durante las horas de recreo nunca estaba allí. Siempre metido de lleno en sus estudios, uno podría suponer que él había rendido todas sus facultades al descubrimiento de la Piedra Filosofal, la Cuadratura del Círculo o el Movimiento Perpetuo. Yo nunca le conocí tener un amigo, a menos que fuera yo mismo, y aún en modo alguno estoy seguro de haber sido admitido sin reserva a su confianza; y quizás después de todo, ningún otro evento de importancia había ocurrido alguna vez en su vida, que aquel cuya historia estoy ahora próximo a relatar, y de todos los detalles de los cuales fui conocedor como un testigo ocular, si no como su confidente.

*** Su mente estaba constantemente ocupada con el problema de la naturaleza y el destino del alma hasta la exclusión de cualquier otro pensamiento. A veces él se sumergiría en los abismos de lo desconocido en sus investigaciones, con una intensidad de acción cerebral tan grande, que sentiría un hormigueo en su cerebro, como una premonición de insania. Éste fue especialmente el caso, cuando, después de dedicar horas a la solución de la cuestión de la inmortalidad, nuestra vida terrestre efímera se desvaneció de su mirada y vio abierta ante su visión mental, la eternidad sin fin. Cara a cara con esta visión del alma, disfrutando el ser infinito, lo que él deseaba era saber. La vista de su cuerpo, pálido y frío, cubierto por una mortaja, yaciendo estirado sobre un féretro, solo, en la angosta sepultura -la última morada triste del hombre-, el pasto donde el cri-cría el grillo creciendo encima, no aterrorizaban su mente tanto cuanto lo hacía la incertidumbre respecto del estado futuro. "¿Qué va a ser de mi destino futuro? ¿Cuál es el destino de la humanidad?" era su constante pregunta, como eco, en su cerebro, de una idea fija. "Si nosotros morimos completamente, ¿qué vana farsa es la vida, con todas sus luchas y sus esperanzas. Si somos inmortales ¿cuál va a ser nuestra ocupación durante todos los incontables eones de la eternidad? ¿Cien años de aquí dónde estaré? ¿Dónde estarán todos esos que viven ahora sobre la Tierra? y ¿qué será de los habitantes de otros mundos? ¡Morir para siempre! ¡para siempre! Haber existido sólo por un momento - ¡Qué farsa! ¿No sería mil veces mejor nunca haber nacido? Pero si es nuestro destino vivir a través de toda la eternidad, incapaces de influir en algo la fatalidad que nos apura hacia adelante, eternidad sin fin siempre delante de nuestra mirada, ¿cómo soportar el peso de tal destino? ¿Es éste entonces el destino que nos espera? Si debiéramos crecer cansados de la existencia, deberíamos ser incapaces de volar de ésta, sería difícil para nosotros finalizarla - un destino más cruel todavía que ése esta vida efímera debe desaparecer de la vista como un insecto en su vuelo en la frialdad de la noche. ¿Por qué nacimos entonces? ¿Para soportar esta incertidumbre? ¿Para ver nuestras esperanzas de un futuro, cuando las examinamos, desvanecerse una por una hasta que nada queda. Vivir, si no pensamos como idiotas, y si pensamos como tontos? ¡Y ellos nos hablan de un 'buen Dios'! ¡Y hay religiones y sacerdotes, y rabíes y bonzos! Pero todos los hombres son o impostores o embaucadores. La religión y el país, el sacerdote y el soldado, es lo mismo con todos. Los hombres de todas las naciones están armados hasta los dientes, para asesinarse uno al otro como hombres locos. Y esa es la cosa más sabia que ellos pueden hacer: es la mejor forma en la cual pueden mostrar su gratitud a la Naturaleza por el inútil don que ella les ha dotado al darles vida".

*** Yo traté de calmar estas torturas, estas dudas, porque había compuesto para mí mismo un cierto sistema de filosofía con el que estaba comparativamente satisfecho. "El temor a la muerte", le diría, "me parece completamente absurdo. Hay sólo dos lados de la cuestión. Cuando vamos a dormir cada noche siempre hay la posibilidad de que nunca podamos despertar: pero este pensamiento cuando se nos ocurre no nos impide caer dormidos. En uno de los casos entonces - supuesta la muerte el término de todo - nunca despertamos, aquí o en algún otro lugar; y en ese caso la muerte es sino un sueño no finiquitado que va a durar con nosotros para siempre. O, en el otro caso -- es decir debiendo el alma sobrevivir al cuerpo -- despertaremos en algún otro lugar para reanudar nuestra vida activa. En este caso el re-despertar no puede ser muy terrible; Por el contrario, debe ser bastante delicioso, cada forma de vida en la naturaleza teniendo su raison d'etre, y cada criatura, tanto la más baja como la más alta, encuentra su felicidad en el ejercicio de sus facultades".

*** Estos argumentos parecieron aquietarlo.

*** Pero las torturas de la duda pronto horadaron su alma una vez más, afiladas como espinas. Por momentos él deambularía solo por los vastos cementerios de París, buscando los callejones más solitarios entre las tumbas, escuchando el sonido del viento entre los árboles y el susurro de las hojas muertas en los caminos. Por momentos él se retiraría a los suburbios de la gran ciudad, se precipitaría en los bosques, y caminaría cerca de cuatro horas de una sola vez, hablándose a sí mismo. Otras veces permanecería en su cuarto en Place du Panthéon - una habitación que le servía a la vez como estudio, dormitorio y sala se recepción - el día entero hasta muy entrada la noche, disecando algún cerebro que había traído a casa de la clínica; examinando la materia gris dividida en diminutas secciones, con la ayuda del microscopio.

*** Las incertidumbres de las ciencias que son llamadas exactas, una repentina verificación al progreso de sus pensamientos en la solución de algún problema, lo arrojaría en tales tiempos a un paroxismo de desesperación, y yo lo encontré más de una vez en un estado de total agotamiento, sus ojos fijos y brillantes, sus manos ardientes, su pulso rápido e irregular. En la ocasión de una de estas crisis, cuando Yo había sido obligado a dejarle solo por varias horas, yo incluso temí al retornar cerca de las cinco en punto de la mañana no encontrarle vivo más. Él tenía a su lado un vaso de cianuro de potasio, que trataba de ocultarlo cuando me aproximaba. Pero se recobró inmediatamente, y sonriendo un poco, dijo con suma calma: "¿A qué propósito serviría? Si somos inmortales, esto sería de ningún uso. Sólo que yo podría conocer la verdad más pronto". Él me confesó aquel día que se había imaginado levantado violentamente por el cabello al cielo raso, y caer de nuevo con todo su peso sobre el piso.

*** La indiferencia general con respecto a este gran problema del destino humano - una cuestión a sus ojos más importante que cualquier otra, dado que es una cuestión de nuestra futura existencia o nuestra aniquilación - tenía el efecto de exasperarlo al más alto grado. Él veía por todas partes gente ocupada sólo con intereses materiales, abrigada en la idea bizarra de "acumular dinero"; consagrando todos sus años, todos sus días, todas sus horas, todos sus minutos, a estos intereses, disfrazados bajo las más diversas formas.

*** Él no encontraba uno libre, independiente, viviendo la vida del espíritu. Le parecía que todos los seres pensantes podían y debían - mientras vivían la vida del cuerpo, dado que no podía ser de otro modo - permanecer libres de la esclavitud de una organización tan grosera, y dedicar sus mejores momentos a la vida intelectual.

*** En el tiempo en que empieza esta historia, George Spero ya se había vuelto célebre, famoso incluso, debido a los dos trabajos científicos que había publicado, y de varias obras de literatura culta, las cuales habían sido acogidas con universal aplauso. Aunque él no había completado todavía su vigésimo-quinto año, más de un millón de personas habían leído sus obras, las cuales, aunque sin estar escritas para el público general, habían tenido la buena fortuna de ser apreciadas por la mayoría que buscaba instrucción, tanto cuanto por los poco instruidos. Él había sido proclamado el líder de una nueva escuela, y críticos eminentes, que nunca le habían visto y no conocían cuán joven era, hablaban de sus "doctrinas".

*** ¿Cómo fue que este excéntrico filósofo, este estudiante austero, se encontró a los pies de una doncella, a la hora del ocaso, solo con ella en esta terraza donde los acabamos de ver? De esto nos enteraremos a continuación.

 

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Camille Flammarion

Camille Flammarion
(1842 - 1925)

Camille Flammarion (1842-1925), astrónomo francés conocido por su talento para popularizar la astronomía. En 1862 fue expulsado del Observatorio de París por Urbain Le Verrier después de que publicara su obra La pluralidad de los mundos habitados. Esto no impidió a Flammarion continuar sus observaciones. En 1879 publicó su manual de astronomía popular, que tuvo un inmenso éxito. Entretanto trabajó como calculador en la Oficina de Longitudes; sus capacidades en materia de astronomía fueron muy reconocidas. En 1883 hizo construir un observatorio en el municipio de Juvisy-sur-Orge, donde se instaló y continuó sus investigaciones hasta su muerte. Realizó numerosas observaciones de los planetas del Sistema Solar y en 1887 fundó la Sociedad Astronómica de Francia.

Fuente de la presente cita onomástica: "Camille Flammarion." Microsoft ® Encarta ® 2007. [CD] Microsoft Corporation, 2006.


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