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Arbaces el Egipcio Bruja de Pompeya

ARBACES EL EGIPCIO Y LA BRUJA DE POMPEYA
(1) - (2)
(Cuando el Mago Mayor corrupto se sirve de la Magia Menor)

(SEGMENTO)*

III

* X *

EL SEÑOR DEL CINTURÓN DE FUEGO Y SU SERVIDORA. EL DESTINO ESCRIBE EN LETRAS ROJAS SU PROFECÍA, PERO ¿QUIÉN SERÁ EL INTÉRPRETE QUE ACIERTE A COMPRENDERLA?

***** Arbaces había esperado que la tormenta cesase para visitar, protegido por la noche, a la bruja del Vesubio. Iba tendido en su litera y llevábanlo sus esclavos más adictos, aquellos en quienes tenía confianza para sus ocultas correrías. Sólo animaban a su espíritu las ideas de venganza y de amor satisfecho. Siendo corto el trayecto, los esclavos lo condujeron casi con tanta rapidez como lo habrían hecho las mulas. No tardó en encontrarse al comienzo de una estrecha senda que había pasado inadvertida para los amantes, y que, aunque serpenteando entre las viñas, conducía directamente a la caverna de la bruja. Salió entonces de la litera y ordenó a los criados que se ocultaran en los viñedos de modo que nadie pudiera verlos, después de lo cual, con lento paso y apoyándose en un largo bastón, comenzó a subir por la empinada y pedregosa cuesta.

***** Ni una sola gota caía del cielo, pero el agua se desprendía de los parrales, formando charcos en los huecos y hendiduras del rocoso camino.

***** - ¡Qué extraña pasión es -discurría Arbaces consigo mismo- la que arranca del lecho de muerte a un filósofo como yo, a un hombre avezado a todos los placeres y comodidades del lujo, y lo lleva de noche por estos vericuetos! Mas es lo cierto que, marchando de consuno el afán amoroso y la venganza, pueden transformar al mismo Tártaro en Elíseo.

***** Clara y melancólica brillaba la luna sobre el camino del sombrío peregrino, rielando en el agua de las charcas o perdiéndose al sesgo en las inclinadas vertientes de la montaña. Muy pronto se dejó ver a los ojos de Arbaces aquella misma luz que había guiado los pasos de los dos novios a quienes deseaba convertir en víctimas. Sin embargo, no parecía ahora tan rojiza como antes, porque no formaba contraste con los negros nubarrones del cielo. Arbaces se detuvo cerca de la covacha, para tomar aliento, y luego penetró en la misteriosa cueva de la hechicera con su continente grave y majestuoso. Fue recibido por el zorro, que se levantó aullando a más y mejor para anunciar su llegada.

***** La bruja estaba en su sitio de costumbre, con aspecto severo y grave. A sus pies, sobre un montón de hojarasca, descansaba el herido reptil, y aunque las hojas casi lo cubrían, el egipcio vio claramente el reflejo de sus escamas al resplandor de la hoguera, mientras se retorcía de dolor y de rabia, contrayendo y dilatando sus anillos.

***** - ¡Quieto ahí! -exclamó la hechicera, dirigiéndose al zorro.

***** Éste se acurrucó nuevamente en el suelo, como había hecho antes, y permaneció callado pero vigilando.

***** - ¡Levántate, servidora de la noche y del Erebo! -ordenó el egipcio a la vieja-. Uno de tus superiores en la magia viene a saludarte, y debes darle la bienvenida.

***** Al oír estas palabras, la bruja se volvió y contempló durante largo rato la majestuosa estatura y las sombrías facciones de su interlocutor, que, vistiendo traje oriental, con los brazos cruzados y el semblante altanero, estaba delante de ella.

***** - ¿Quién eres tú -preguntó la bruja- que, según dices, eres más grande en el arte mágico que la saga de los campos abrasados, por cuyas venas corre sangre de la antigua raza de Etruria?

***** - Soy aquel a quien acuden de oriente a poniente y del septentrión al mediodía, desde el Nilo y el Ganges hasta los valles de Tesalia y hasta el amarillento Tíber, todos aquellos que necesitan lecciones de magia -contestó Arbaces.

***** - Sólo hay uno en esta comarca a quien convenga lo que tú dices -replicó la bruja-, y a ése, la mayoría de la gente, que ignora sus altos atributos y su oculta fama, lo conoce bajo el nombre de Arbaces el egipcio. Para nosotros los que vivimos una vida superior a la del vulgo y tenemos mejor conocimiento de las cosas, su nombre es Hermes, el del cinturón de fuego.

***** - ¡Mírame! -dijo Arbaces-. ¡Éste soy yo!

***** Y desabrochándose el ropaje, mostró un ceñidor que bien podía compararse al encendido fuego, debido al brillo de su colorido, y que se ajustaba en la mitad de la cintura por medio de un anillo que tenía grabado un signo misterioso que la saga conocía.

***** En cuanto lo vio, postróse ésta a los pies de Arbaces y, con voz desmayada y humildísima, dijo:

***** - Tengo ante mí al Señor del Cinturón de Fuego. ¡Reciba mi homenaje!

***** - ¡Levántate! -gritó Arbaces-. Necesito que me ayudes.

***** Sentóse el egipcio en el madero en el que antes había reposado Ione, indicó a la bruja que podía también sentarse y hablóle en estos términos:

***** - Dices que desciendes de las antiguas tribus etruscas. Las construcciones que levantaron con peñascos y rodearon con poderosas murallas, aún miran hoy despreciativamente la raza usurpadora de aquel venerable imperio. Pues bien, ya desciendas de aquellos etruscos procedentes de Grecia, ya proceda tu linaje de aquellos otros que vinieron desterrados de suelo más ardiente y primitivo, la sangre que por tus venas corre es egipcia, puesto que los griegos dominadores de los aborígenes ilotas fueron los levantiscos hijos del Nilo que mi país arrojó de su seno. Tus abuelos, oh saga, juraron obediencia a los míos. Por tu origen y por tu saber eres la servidora de Arbaces. Atiende, pues, a mis palabras y obedece.

***** La bruja inclinó la cabeza.

***** - Justo es reconocer -prosiguió Arbaces- que, a pesar de conocer el arte mágico, debemos valernos con frecuencia de los medios ordinarios para lograr nuestros propósitos. El anillo, el cristal, las cenizas y las hierbas, nos dan a conocer secretos que pueden tenerse por infalibles. Ni aun los más altos misterios de la luna son capaces de evitar que el mismo poseedor del mágico cinturón tenga que recurrir a los medios humanos para los fines relativos de los hombres. ¡Fíjate bien, pues, en lo que voy a decirte! Tú sabes cuanto hay que saber, según creo, respecto a las hierbas venenosas; conoces las que pueden detener el curso de la vida, las que abrasan y consumen el alma desde el exterior de la fortaleza que la encierra, las que se mezclan con sangre joven y la convierten en hielo tan cuajado y tan resistente que no hay ningún sol que lo derrita. ¿Es cierto que posees enteramente secretos de esta ciencia? Contéstame la verdad; no trates de engañarme.

***** - Poderoso Hermes -contestó la bruja-, conozco, en efecto, esa ciencia de la que me hablas. Dígnate contemplar mis demacradas y cadavéricas facciones; si su color natural se marchitó es por haber estado velando las plantas maléficas que hierven continuamente en ese caldero.

***** - Está bien -dijo el egipcio, apartándose del peligroso y maldito recipiente-. El consejo de la ciencia a sus adeptos es que desprecien el cuerpo a fin de cultivar el espíritu. Ahora, pues, prosigue en tu tarea. Mañana, al salir las estrellas, vendrá a visitarte una joven que es algo necia y te pedirá que, por medio de tu sabiduría, le proporciones un filtro amoroso para lograr que ciertos ojos que se han fijado en otra vayan a fijarse en ella. Pero en lugar de filtro amorosodebes entregarle un veneno activo, y así conseguiremos que el amante incauto se marche a visitar el reino de las sombras.

***** - ¡Perdón, perdón, venerable maestro! -exclamó la bruja temblando de pies a cabeza y con voz entrecortada-. No me atrevo a hacer lo que dices, pues en estas ciudades de la Campania hay leyes tan activas y rigurosas, que evidentemente me prenderían y condenarían a muerte.

***** - ¿Que objeto tienen, pues, esas hierbas y esas pócimas, bruja charlatana? -dijo Arbaces con desprecio.

***** - Presta atención a lo que voy a decirte -replicó la bruja, ocultando el rostro entre sus manos-. Hace muchos años no era yo lo que soy ahora. El amor hacía latir mi corazón y estaba segura de ser correspondida.

***** - Pero ¿qué tienen que ver tus antiguos amores con las órdenes que te he dado?

***** - Lo sabrás si me escuchas -repuso la hechicera-. Otra menos hermosa que yo, ciertamente, tuvo habilidad para fascinar al escogido de mi alma. Yo pertenecía a la severísima tribu etrusca que, mejor que las demás, conocía todos los secretos de la magia. Mi madre, que era también saga, tomó parte en mi resentimiento y dióme una pócima para recobrar el amor perdido y, además, un veneno para dar muerte a mi rival. ¡Oh! ¿Por qué no me aplastan esos terribles peñascos? Equivoqué un filtro con otro, y mi amante cayó a mis pies pero no rendido de amores sino muerto. ¿Lo has oído, Arbaces? ¡Muerto! Desde entonces, ¿qué es la vida para mí? Envejecí súbitamente, me dediqué a las brujerías propias de mi raza y, obedeciendo a un impulso irresistible, me condené a buscar hierbas dañinas, a preparar venenos, imaginando que los puedo dar a mi rival para destruir su aborrecida belleza, pero despertando finalmente de mis ensueños, y ver todavía ante mis ojos el tembloroso cuerpo de los labios espumantes y apagados los ojos de mi querido Aulo, entregado a la muerte por mi propia culpa.

***** La esquelética figura de la bruja agitóse convulsivamente al pronunciar estas palabras. Arbaces, que la contemplaba con desdén y al mismo tiempo con cierta curiosidad, dijo para sus adentros:

***** - ¿Pues no tiene también esta loca sentimientos humanos? En su corazón guarda el rescoldo de aquel fuego abrasador que está consumiendo el mío. ¡Así somos todos! ¡Qué extraño y místico es ese lazo de las pasiones humanas que une y equipara a los grandes con los pequeños!

***** Cuando la vieja se hubo calmado, sentóse nuevamente en su sitio y comenzó a mecerse, con la mirada fija en las llamas y bañadas las mejillas de llanto.

***** - Dolorosa historia es la tuya -díjole Arbaces-, pero todo esto sólo conviene a la juventud. Preciso es que la edad vaya endureciendo los corazones y que los deje latir únicamente para el interés propio. Cada año la concha de los mariscos aumenta en espesor, y así debe suceder con nuestro espíritu. No te acuerdes de esas locuras. En nombre de la misma venganza que tanto has perseguido, te ordeno que me obedezcas. Lo que aquí me trae es también una venganza. Ese joven que quiero que desaparezca de mi camino se ha presentado como un obstáculo para mí, a despecho de mi sabiduría y de mis recursos. Renacuajo cubierto de bordados y de púrpura, dispensador de sonrisas y miradas, pero sin entendimiento y sin calor en el alma, tal es ese muchacho cuyo único hechizo, ¡maldito sea mil veces!, es la hermosura. Pues bien, ese insectillo, ese Glauco, ¡por el Orco te lo digo y por Némesis!, es preciso que muera.

***** Como si ya estuviese completamente restablecido, como si no le estorbase la presencia de su rarísima compañera, el egipcio se iba animando a cada palabra y, acordándose tan sólo de su rabia y de sus deseos de venganza, paseábase a grandes pasos de un extremo a otro de la caverna.

***** - ¿Glauco has dicho, poderoso señor? -preguntó súbitamente la hechicera.

***** Y al repetir este nombre, sus ojos brillaron con el fulgor de un resentimiento terrible, puesto que no hay afrenta que parezca pequeña a los que viven escondidos y solitarios.

***** - Sí, ése es su nombre -contestó Arbaces-, pero ¡dentro de tres días no se hablará ya de él como de un ser viviente!

***** - Óyeme -dijo la hechicera, después de una breve pausa motivada por la sentencia del egipcio-. Te pertenezco, soy tu esclava, pero no me pierdas. Si a la muchacha de que has hablado le doy un veneno mortífero para Glauco, seguramente me descubrirán, porque los muertos hallan siempre vengadores. Además, si alguien sabe que me has visitado, si el odio que sientes hacia Glauco llega a ser cosa conocida, tú mismo, poderoso y terrible Arbaces, tendrás que recurrir a la magia más refinada para salvarte.

***** - ¡Cierto es eso! -exclamó Arbaces, cuyo espíritu prudente había olvidado por esta vez los azares y peligros a que podía conducirle su venganza.

***** - Ahora bien -continuó la bruja-, si en vez de un veneno que ataque al corazón le doy una mixtura que turbe el seso, que emborrache para siempre, que incapacite para las cosas ordinarias de la vida, que envilezca y turbe y cause delirio, que haga chochear en plena juventud, que produzca la fatuidad y engendre la torpeza y la bobería, ¿no quedará satisfecha tu venganza y conseguido tu objeto?

***** - ¡Oh, bruja! -exclamó Arbaces-. No eres ya la servidora, sino la hermana de Arbaces. ¡Cuánto más agudo es el ingenio de las mujeres que el nuestro, aun tratándose de la venganza! Eso que dices es mucho mejor para mis planes que la muerte.

***** - Poco arriesgamos en esto -prosiguió la bruja, complaciéndose en el rencoroso designio-. La víctima puede haber perdido la razón por mil causas que los hombres temen averiguar. Puede haber visto a una ninfa entre los viñedos y excederse en el zumo de la vid. ¿Quién recela de esos accidentes que suelen traer su origen de los mismos dioses? Y aunque llegara a saberse que todo ello es debido a un filtro amoroso, no es cosa nueva que tales filtros produzcan la demencia, y hasta la hermosura que la emplea halla indulgencia en la gente. Poderoso Hermes, ¿crees que te sirvo como deseas?

***** - Veinte años más de vida tendrás por ello -contestó Arbaces-. Nuevamente escribiré la época de tu destino en la faz de las pálidas estrellas. No se dirá que has servido de balde al maestro del cinturón ardiente. Toma ese oro, ¡oh saga!, y con él arréglate una habitación más cómoda que esta lóbrega caverna. Justo es que un servicio prestado a mi persona, valga más que unas cuantas adivinaciones hechas en favor de la gente boba por medio de las tijeras o del cedazo.

***** Con estas palabras, arrojó al suelo una bolsa, cuyo sonido metálico no dejó de recrear a la hechicera, puesto que gustaba de tener medios para procurarse comodidades que realmente desdeñaba.

***** - Ya es tiempo de que me vaya -dijo Arbaces-. No dejes de observar las estrellas mientras preparas el brebaje; obtendrás el respeto y la obediencia de tus hermanas, las que se reúnen debajo del nogal sagrado, si les dices que Hermes el egipcio es tu amigo y protector. Nos volveremos a ver mañana por la noche.

***** Después de estas palabras, alejóse con precipitado paso, sin atender a las salutaciones y despedidas de la bruja, y a la luz de la luna descendió del monte. Quedóse la hechicera mirándolo desde el portal de su cueva. En medio de las rocas semejaba un habitante del Orco a quien arrebatasen un compañero. Entró por fin en su guarida, recogió la bolsa y, tomando la lámpara que estaba encima de la columnita, se metió por un pasadizo lóbrego cuya entrada quedaba disimulada por los peñascos. Dio algunos pasos en aquel antro, como si descendiese a las entrañas de la tierra, y, levantando una losa del pavimento, dejó al descubierto unas cuantas monedas que tenía ocultas allí, y que eran los gajes debidos a la ignorancia y a la gratitud de sus clientes. Colocó junto a aquéllas las monedas que el egipcio acababa de regalarle. Al contemplarlas a la luz de la lámpara, exclamó:

***** - ¡Cuánto me gusta contemplarte tesoro mío! ¡Por ti conozco que aún soy poderosa, que aún soy fuerte! ¡Aún me quedan veinte años de vida para aumentar esos montones! ¡Oh, nobilísimo Hermes!

***** Colocada en su lugar la losa y escondido nuevamente el tesoro, continuó su camino por aquel sombrío corredor hasta detenerse junto a una gran quebradura por donde se oían extraños rumores que parecían de lejanos truenos y, de cuando en cuando, un sonido igualmente raro, pero menos ingrato, semejante al que produce el acero al rozar con piedras molares. Al producirse este sonido, salían por la grieta del monte espirales de negro y densísimo humo que llenaban todo el ámbito de la caverna.

***** - Es verdaderamente singular -dijo la maga, sacudiendo sus guedejas-. ¡Las sombras hacen hoy más ruido que de costumbre!

***** Luego mirando otra vez al fondo de la cavidad, vio a lo lejos una raya de intensísimo fuego, rojiza y obscura a la vez que centelleaba a intervalos. Agachóse para examinar lo que se presentaba ante su vista y exclamó:

***** - ¡Es ciertamente singular! ¡Sólo hace dos días que brilla esta luz fatídica! ¿Qué porvenir nos anunciará?

***** El zorro, que se había acercado también a la rendija, lanzó un gruñido quejumbroso y fue a esconderse al otro extremo de la caverna. Semejante aullido era, para los supersticiosos, de mal agüero, y por eso la bruja tembló de pies a cabeza, pronunció algunas fórmulas de conjuro y se retiró a lo alto de su madriguera, donde comenzó a prepararse, con sus hierbas y sus pócimas, para dar cumplimiento a los deseos del egipcio.

***** - ¡Dijiste que chocheo, Glauco! -murmuraba la bruja, junto al caldero-. ¡Ah! ¡Ciertamente es lastimoso chochear cuando se caen los dientes, cuando babean las encías, cuando el corazón no tiene casi fuerzas para latir! ¡Pero que chochee el joven, el hermoso, el robusto, eso sí que será digno de verse! ¡Llamas, encendeos! ¡Coced pronto, hierbas! ¡Sapos, hervid en la mixtura! ¡He dicho que lo maldecía, y bien maldito queda!

***** Aquella noche y a la misma hora en que había tenido lugar la impía y malvada conjuración de Arbaces y de la saga, el sacerdote Apecides recibía las aguas bautismales.

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* Tomado de: Bulwer-Lytton, Edward (ed. 1955): 'Los últimos días de Pompeya'. Edición Ilustrada por Lozano Olivares. Editorial Cumbre, México D.F. (El segmento corresponde al Libro Tercero, Capítulo X. Pp. 189 - 195).


Edward Bulwer-Lytton

Edward Bulwer-Lytton
(1803 - 1873)

(Edward George Bulwer-Lytton, barón Lytton; Londres, 1803-Torquay, 1873) Escritor y político británico. Fue miembro del Parlamento, baronet y, con posterioridad, par. Fue secretario de Estado para las colonias. Autor prolífico, escribió novelas de gran éxito, como Eugène Aram (1832), Los últimos días de Pompeya (1834) y Los Caxtons (1848-1849).

(Tomado de Biografiayvidas.com)

Otras obras Importantes: Zanoni (1842) y The Coming Race or Vril: The Power of the Coming Race (1871)



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